jueves, 9 de diciembre de 2010

San Juan Diego



Primera Aparición (Nican Mopohua, vv. 3-13)

Sucedió que en el año 1531, a los pocos días del mes de diciembre, había un caballero indio, pobre pero digno, su nombre era Juan Diego, casa teniente, por lo que se dice, allá en Cuautitlán, y en lo eclesiástico, jurisdicción eclesiástica de Tlaltelolco.
Era sábado, muy de madrugada, Juan Diego, indio bautizado en la fe cristiana, iba a la enseñanza de la doctrina a Tlaltelolco, a oírla de los evangelizadores franciscanos, cuando, al llegar al costado del cerrito, en el sitio llamado Tepeyac, despuntaba el alba. En ese momento, oyó claramente cantar sobre el cerrito, como cantan diversos pájaros preciosos. Al interrumpir su gorjeo, como que les coreaba el cerro, sobremanera suaves, agradabilísimo, su trino sobrepujaba al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otras preciosas aves canoras. Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo:
¿Por ventura es mi mérito, mi merecimiento lo que ahora oigo? ¿Quizá solamente estoy soñando? ¿Acaso estoy dormido y sólo me lo estoy imaginado? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso ya en el sitio del que siempre nos hablaron los ancianos, nuestros antepasados, todos nuestros abuelos: en su tierra florida, en la tierra de nuestro sustento, en su patria celestial?
Tenía fija la mirada en la cumbre del cerrito, hacia el rumbo por donde sale el sol, porque desde allí algo hacía prorrumpir el maravilloso canto celestial.
Y tan pronto como cesó el canto, cuando todo quedó en calma, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrito, le hablaban por su nombre: «– Mi Juanito, mi Juan Dieguito –». En seguida, pero al momento, se animó a ir allá donde era llamado. En su corazón no se agitaba turbación alguna, ni en modo alguno nada lo perturbaba, antes se sentía muy feliz, rebosante de dicha. Subió pues al montecito, fue a ver de dónde era llamado.

¡Señora y Niña nuestra!
Salve, tú que acogiste la idea india de leerte en las fechas,
Salve, tú que te revelaste como Madre en el monte materno,
Salve, tú que iniciaste tu diálogo con sublimes gorjeos,
Salve, tú que de los ancianos acoger quisiste la recia sabiduría.
Salve, tú que en uno uniste al cielo de tu Hijo ya la tierra florida de nuestros ancestros.
Salve, sol que al sol iluminas y del oriente naces,
Salve, Canto precioso, deleitable y suave, voz amorosa que por nombre nos llama.
Salve, color inédito de nuestra nueva raza.
Salve, tú que animaste a acudir al instante a tu hijo Juan Diego,
Salve, tú que de los corazones todo miedo remueves,
Salve, tú que eres la fuente de nuestra alegría.
Salve, tú que siempre a lo alto nos estás convocando.
Salve, ¡Flor de las flores!Salve

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