domingo, 5 de diciembre de 2010

2° DOMINGO DE ADVIENTO




JUAN, el Precursor
Mt 3, 1-12

Juan Bautista fue un personaje importante, un guía carismático de un movimiento de corte popular. Su mensaje estaba centrado en la urgencia de la conversión. El bautismo, un rito de purificación a través del agua, frecuente en algunos grupos judíos, era el sello de esta conversión. La predicación de Juan Bautista tuvo gran éxito y atrajo a multitud de personas de todos los estratos sociales.
El comienzo de la vida pública de Jesús estuvo muy relacionado con el movimiento de Juan.
Para un paladar moderno resulta indigesto este individuo que practica una dieta a base de saltamontes y miel silvestre. Para hoy no sería un portavoz que tuviera acreditación. Ninguna empresa le confiaría sus relaciones públicas. Ninguna orden o comunidad le encargaría reclutar vocaciones. En muchos ámbitos eclesiásticos crearía, más que otra cosa, situaciones incomodas. Además aparece en el desierto, no en el templo. Y pregona a todos los que acuden la conversión, el cambio de vida. No trata de agradar, lisonjear o desencadenar aplausos.

Juan, reconociendo la fuerza del que viene detrás de él y su bautizar con el Espíritu y fuego, no hace sino proclamar la condición mesiánica de Jesús. La fortaleza y el don del Espíritu son prerrogativas, tal como lo habían anunciado los antiguos profetas.
Mateo es el único que presenta a Juan con rasgos más cristianos. Resume la predicación del Bautista con las mismas palabras que resumiría más adelante la predicación de Jesús: “Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos”; así su presencia inaugura la llegada del reino de Dios y es un signo evidente de ella.

“Conviértanse”. Algunos textos, en vez de traducir la palabra griega “matanoia” por conversión, lo hacen por arrepentimiento o enmienda. La metanoia se corresponde mejor con la expresión española “cambio de vida”. La conversión/metanoia no puede confundirse con el simple cambio de vida o con un cambio superficial, o con el mero hecho de confesarse o reconocer lo negativo. Es un cambio radical y total, que afecta a todo nuestro ser y a todas las dimensiones de nuestra existencia y que nos lleva a vivir y obrar de cara al Dios justo. Es volverse hacia Dios y, como Él, obrar la verdad, la justicia y el amor.

“No se hagan ilusiones pensando que Abraham es su padre”. No hay privilegios para nadie. Ni siquiera el ser hijos de Abraham, cosa de la que se gloriaba todo israelita, libra de practicar la justicia y convertirse. No es la raza lo que cuenta, ni la simple pertenencia institucional a esto o lo otro. Extendiendo esta idea, diremos que tampoco da privilegio alguno el ser cristiano, estar bautizado, participar en el culto eclesial, recibir los sacramentos, pertenecer a una comunidad, etc. Lo que Juan predica, lo que el Reino pide, es la conversión.

“Den el fruto que corresponde a la conversión”. La verdadera conversión se manifiesta, ante todo, en los frutos. El fruto va más allá de la mera carencia del mal o pecado. El fruto es la expresión de un nuevo estilo de vida. No basta con no hacer mal; es necesario hacer el bien, practicar la justicia, dar frutos de conversión.

“El juicio de Dios”. Las referencias “al castigo inminente, al hacha, al ser cortado y echado al fuego”, así lo muestran, Juan lo que anuncia y proclama es, sobre todo, la justicia de Dios hecha realidad, el juicio de Dios. En la Biblia, hablar de justicia/juicio de Dios, no es tanto hablar de castigo cuanto la liberación y salvación. Que Dios sea justo, como repiten una y otra vez los profetas, quiere decir que es liberador, que hace justicia a los pobres, que exige se respete el derecho de los pequeños y oprimidos, que es recto y no se deja sobornar por la palabra engañosa o el culto al vacio. Por eso, al juicio/castigo de Dios, hay quien lo teme porque pone al descubierto la vaciedad y falsedad de sus criterios y vida, y hay quien lo anhela, porque Él le libera, le salva y le da dignidad para vivir.

“Yo los bautizo con agua… Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Para comprender estas palabras hemos de adentrarnos en su simbolismo y en la expectación en que vivía entonces el pueblo de Israel. Existía la creencia generalizada de que pronto Dios enviaría a su Ungido (=Mesías), el cual instauraría el reino de Dios. De ahí, que Juan se presente como el precursor que prepara el camino a uno más fuerte que él: el Mesías, el Señor: el Mesías sumergirá a la humanidad, no en las aguas del Jordán, sino en la profundidad de Dios, simbolizado por el Espíritu (=viento) y el fuego. En la Biblia, la salvación es presentada frecuentemente como un viento o soplo divino (eso es lo que quiere decir “espíritu”) que permite separar lo bueno de lo malo, como el viento permite aventar la parva y separar el grano de la paja. También los profetas compararon a Dios y su justicia con el fuego. El fuego quema la paja, lo que no tiene consistencia, y purifica todo lo demás. El viento y el fuego (dos símbolos que aparecen en Pentecostés cuando el Espíritu desciende sobre los apóstoles; son símbolos de Teofanía o manifestación de Dios al ser humano. Así, el ser humano, ante la irrupción de Dios y su Reino, se queda desnudo. Podrán intentar acallar el silbido del viento o apagar la llama del fuego, pro no lo logrará. El Mesías actuará con su poder y justicia. Y su juicio pondrá al descubierto lo que cada uno es.

La afluencia masiva del pueblo hacia el desierto, hacia la voz del profeta que grita algo nuevo al margen de las instituciones, muestra seducción de la Palabra de Dios cuando se proclama al desnudo y en directo. El Evangelio, ayer y hoy, se niega a ser domesticado o manipulado por los “fariseos” (observantes de la Ley y cumplidores rituales de tradiciones) o por los “saduceos” (clase dominante que acapara el dinero y el poder).

Reflexionamos:
Escuchar las voces que claman en el desierto. Hoy, un grito estridente y doloroso resuena e nuestro mundo. Es el clamor de los pobres, los indefensos, los atropellados por la injusticia, los ancianos, los humillados, los manipulados, los emigrantes, los que carecen de trabajo… Es una voz que nos urge a preparar el camino del Señor, socializando más nuestra vida y cambiando estructuras. Es una voz que nos habla de allanar, enderezar, igualar para que el reino de Dios se acerque, para que todos podamos ver la salvación de Dios. ¿Se puede orar es escuchar esas voces?
Escuchar el mensaje de Juan Bautista. No valen las justificaciones, ni el hacerse ilusiones. De poco sirve quedarse en las palabras. Hemos de dar dignos frutos de conversión. Y éstos se notan, manifiestan una realidad personal y social, un cambio visible, un cambio que llama la atención de nosotros mismos y de los demás. Escuchar las palabras de Juan Bautista y dejarse seducir por la Palabra de Dios, y dejarnos interpelar por nuestros propios cambios y frutos, eso es orar.
Ver cómo voy vestido. Fijarme y tomar conciencia de cómo visto y como, de dónde vivo, de todo lo que tengo de superfluo e innecesario… darme cuenta de mi aspecto externo y también de mi interior. De los lugares y personas que frecuento y también de los que evito. Ver si uso máscaras y disfraces. Y el por qué de ello. Mirarme y dejarme mirar. No engañarme. Orar es entrar dentro de nosotros acompañados por Dios para conocernos y convertirnos.
Ser profeta. El profeta cristiano siempre habla en nombre de Dios, no en nombre propio. El precursor siempre habla en nombre del que viene. Ver en nombre de quién hablo yo. Ver si hago de precursor o vivo escondido. Ver si mi voz clama ante la injusticia o calla por miedo. Orar es ejercitarse como profeta y precursor, aquí y ahora, en este lugar en el que estoy y vivo. Orar es aprender de Juan Bautista… Empezar a decir las verdades que hieren, las verdades que curan y salvan.
Acercarme al agua o/y al fuego. Experimentar el poder purificador de ambos. Lavarme y sentirme limpio y fresco; acercarme al fuego y sentirme acrisolado y con vida. Ver ambas cosas como algo simbólico que me acerca a Dios. Agradecer los símbolos, los sacramentos, todo lo que me lo revela o me acerca a Él.

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